martes, 28 de julio de 2009

Sin párpados.

Pasaron sin prisa dos horas; afuera sólo escuchaba el recalcitrante paso de los automóviles; a lo lejos, una manifestación se anuncia.

Desde aquí arriba, veo dos cuerpos. Torpes y desnudos. Un colchón revuelto, cajas de cartón y un feísimo televisor desconectado.

Y yo dije, ¡pero la política es otra cosa!, mientras en la calle -porque desde nuestra ventana caemos a la calle principal- un grupo de sindicalistas galopeaban sus gritos cada vez más inconexos e irregulares.

Yo tengo mis propias opiniones. He escuchado tanto. Dentro, y desde dentro. Me gustaría platicar con ellos, los desnudos. Pero duermen.

Vivo con ellos sin percatarnos. Los observo diario, escucho. A mí se elevan las cuerdas que revientan en gemidos. A mí se eleva el vaho húmedo. Entre mí y las paredes, el eco.

Tengo miedo de caer. Desfigurarme. Los veo dormir y tengo tanto miedo de dormir también. Por eso mantengo mi atención en los detalles.

Detalles /afuera/:

I. Compromiso

Le dijo que quería casarse. Pronto. Ella buscó entre su bolso un tenedor. Él sonríe, cada detalle, hasta el más maniaco, se conservaba fuera de todo juicio. El tenedor entre sus dedos, lo sopesa, comprueba la calidad del robo. Perdón, qué me decías Lucrecio. Quiero casarme contigo. Entonces ella sacó un reloj de oro.

II. Mandato.

La escena comienza de noche. Las insoportables farolas brillan como cámara fotográfica. Un alguien que camina como viejo, de sombrero, quizá barbado, se aproxima a la puerta del edificio. Se seca las lágrimas, aunque infructuosamente, y llora sin encontrar consuelo. ¡De pronto siente un gran clamor desde las ventanas circundantes! ¡Su corazón en taquicardia! Escucha -escuchamos- una voz: Mo-Shé. ¡MO-SHÉ! Él, con los ojos desorbitados, la piel casi desmembrada, lanza un hilito de voz, pe, pe, pero mi nombre es Iyyov. Entonces, el silencio.

III. Crimen.

Las sirenas se encedieron, todas. Cinco patrullas al ceremonial canto, un ladrón sin sueldo fijo, una llamada de altavoz. Amenazas. El pillo, rodeado completamente, miró hacia la ventana -nuestra ventana- y de un brinco, lanzose al primer relieve de la pared, luego se estiró al siguiente, más arriba, más arriba. Los policias veían, divertidos. Caía, miraba hacia ellos, que estaban a menos de cinco metros, con cara de perro, y volvía a ejercer la vergonzosa peripecia. Y resbalaba de nuevo. Tan satisfechos con la maniobra, se regocijaban casi hasta el llanto. Uno a uno, todavía embriagado en la carcajada, se fue retirando, dejando al pobre ratero en el suelo.

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