martes, 6 de octubre de 2009

Del amor.

Al hablar de amor pienso siempre en aquella papeleta que encontré en el suelo de la cantina: un poema amarillento. Buen trozo de alguna mente ociosa; un espíritu salvaje y adolorido por la herradumbre al rojo que incluso le perseguirá, esperemos, más allá de la muerte.

Patricio siempre dejaba mi rostro pálido cuando le veía beber ron y dejaba a un lado su .22 milímetros. Con esa arma no derrumbarías ni a un parapléjico, cabrón. Y él seguía bebiendo. Hace años que entró al bar con la única esperanza de encontrar a su esposa. Y asesinarla.
Borracho amanecía, con el arma completamente empapada con la botella rota. Imposible describirle como ser humano. Ni imaginar siquiera gestos que le delataran trazas de vida ordinaria.

A pesar de su inexistencia, en ciertos minutos un vestigio añejo e infantil le apoderaba. Se volvía un conversador sangrante y adictivo.

¡Si supieran! En la fábrica yo sólito, óiganme, yo solito pude hacerme millonario. ¡Tal vez no! Pero un buen billete y un puesto sí. La máquina, cuando yo estuve a su cargo, era de esas que los españoles trajeron cuando terminó la revolución. No sé. Tal vez después. No, no sé nada de lo que preguntas. Yo tenía que meter los dedos entre un rodillo así de chiquito y otro así, como de tonelada y media. Entre los rodillos y la navaja. No se llama así, pero le digo navaja pa' hacerme entender de cómo era. Tenías que sacar todas la borlitas que se hacían, porque la tela saca mucha mugre, hilitos que se van haciendo grandes y manchan el grabado. ¡Yo era un chingón!

Por no decir más, sería fastidioso recordar tantos detalles inútiles. Pero a su historia queda anclado el recuerdo de haberme encontrado esa noche el papel y su poema. Al continuar del tiempo, Patricio recibe el día siguiente como amanecen los monumentos: tan heróicos y tan sufridos. Tan insoportables. Tan inmutables.

Cuando tomé el poema no pude sino sospechar que acaba de reencontrar algo escrito por mi hace años. Aunque no fuera así, el miedo montó espinas sobre cada vértebra que intentaba mantenerme en pie. Todo se congeló. Para entenderme, haz de imaginarte el segundero detenido a mitad del chorro saliente de cerveza. La música y el mundo perdieron también el dinamismo que les otorga nombre y forma. Tan solo Patricio, penitente y dueño del silencio, seguía inmune a la parálisis poética.

Desde aquel momento hasta ahora todo ha venido acelerándose. Como si las navidades y los cumpleaños perdieran fuerza, se desplazaran violentamente una después de la otra. Si Patricio encontró a su esposa, no lo sé. Del poema, no dejaré de cantarlo en silencio. Cada estrofa, cada verso memorizado hasta la médula.

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